GONNA MISS YOU LIKE HELL
A Lilia
¿Qué tienen que ver los cerros milenarios de coníferas y piedras basálticas del poniente de la Capital mexicana con Gabriel García Márquez? Sobre esa improbable conexión escribo, a contrarreloj, pensando en la decepción de mi editor, porque sé muy bien que no entregaré el texto en la fecha pactada. ¿La razón? Una depresión que viene y va luego del accidente que me desbarató la pierna y que me tiene secos los sesos. Eso o mi pérdida de la noción del tiempo cuando charlo con alguien que conocí hace poco. No me presentaré con las manos vacías. Llevo una cuarta parte, redacto un enunciado que da cuenta del río Magdalena y de pronto recibo el mensaje. No hay tiempo, me monto en la motocicleta y salgo de prisa. Hace ya varias semanas relaté una anécdota, simple en apariencia: estaba en una llamada con la madre de mi hija, concerniente a la vacunación infantil contra el COVID, cuando escucho su risa y la frase “no seas grosero”; le pregunto si le están picando las costillas. De eso hablaban los seres humanos dependientes de las redes cibernéticas en ese entonces. De costillas picadas en el lugar de trabajo. Y sí, le estaban picando las costillas (ah, esos amores de oficina que un día se encajan en los huesos y de ahí no salen nunca). En eso voy pensando cuando rebaso a un Torton sin calaveras y me obligo a poner atención a la carpeta asfáltica. Llego, subo las escaleras corriendo y toco fuerte la puerta tres veces, seis. Está hablando por teléfono. Su voz se agrieta. Era una llamada de la Fiscalía. En ocho palabras cabe el infierno: “Supongo que ya sabes para qué te hablo…”. He sido testigo del momento exacto en el que se destruye algo precioso para siempre. Hubiera querido abrazarla más. Esos quejidos contra los que no puede la garganta propia ni la ajena… Alzo poco a poco la mirada y reconozco la casa que compartimos durante el año bravo de la pandemia. Veo mi ajedrez del Señor de los Anillos en la mesa, un pequeño vodka hasta la mitad, vestigios de frituras. Se sienta. Creo que se desvanecerá. Hurgo en el refrigerador. Le preparo un par de sándwiches. Me dice que estuvo ahí, que por eso está la mesa así, que estuvieron juntos un día atrás, que de hecho hace poco allí mismo festejaron su cumpleaños. Y que… debió insistir en que se quedara. Que… debió insistir más. Que se lo dijo, ya muy tarde, por mensaje. Voy conociendo, en dosis breves pero brutales, los detalles. Estaban charlando por mensajería instantánea cuando, sin más, hacia las 6 de la tarde, concretamente a las 5:59, dejó de contestar. “Ya me subí a mi segundo camión, me acabo de sentar”. No he dejado de mirarla. Me dice que no durmió bien. Que casi no ha dormido. Que pensó que le habían quitado el celular. Que, al otro día, temprano, tenía guardia. Que no llegó. Y que allí de verdad supo que las cosas estaban muy mal. Se comunica con la madre, las han citado en el Ministerio Público. No se lo digo, pero sé que viene algo terrible. Algo con lo que yo, sospecho, no podría lidiar. Quizá no sea él, me dice. Sí, respondo, quizá no sea él. Nos alistamos. Reviso mi celular, se me enciende el alma y experimento un nuevo dolor — un dolor del que no tenía noticia en mi vida — cuando leo este mensaje: “Gonna miss you like hell”. Es la respuesta que alguien tiene para mí cuando le digo que me volveré a comunicar por la noche, porque tengo una emergencia. “Gonna miss yuo like hell”. No soy capaz de entenderlo en ese momento, ¿por qué me duele sentir ese chispazo de felicidad? Taxi de aplicación. Y conjeturas de todo tipo. Atadura de cabos. Dudas. Temor. Intuición. Dolor. Mucho dolor. Un dolor que no acierta dónde clavarse y que por eso mismo lo rasga todo a su paso. Dolor, sí, mucho, un ácido que no se quita de encima y que no se puede vomitar. Me muestra la última conversación. Veo fotos de gatos, una pulsera de calavera, emoticonos y avisos de ruta: el cuidado mutuo de los que se aman. Suena el teléfono. Es la madre, le han confirmado. Un mundo se desgarra y sus millares de conexiones de luz cálida languidecen. No la abracé antes como en ese momento. Ese quejido, ese llanto entrecortado que escuché, ese daño insoportable que rebasa el umbral sensible del cuerpo aún me lastima y creo que cuando esto sea un recuerdo lejano, ese vibrato dolido allí seguirá retumbando y tal vez sea lo único que no desaparezca. Es aquí. Entramos al Ministerio Público y de inmediato lo noto: un ecosistema armónico recién devastado del que la madre de mi hija forma parte. Están la madre, la hermana, las compañeras de trabajo, y ella se les une. Son una familia. Me siento un intruso y trato de guardar distancia. La suegra, la cuñada, rinden declaración; yacen, a un costado ellas, un par de bolsas de papel cartón. Sé muy bien de qué se trata. Entrescucho y leo los labios del agente a cargo: “Luchó por su vida hasta las nueve de la mañana”. Dudo si comunicarlo y no lo hago. Ella va a sentarse a una de las sillas voladizas de la fila de enfrente. Respeto su silencio; como la hiedra, la soledad empieza a treparla. De repente se frota los brazos y mira hacia su costado derecho, desconcertada. Le pregunta a su compañera de trabajo si hace calor. Todo lo contrario. Se pone de pie. El agente ministerial sale de su oficina acompañado de la madre. Es el momento que he temido largo rato. La miro, sigue aferrándose a sus propios brazos. Quiero acompañarla, apretarle la mano y sostener su antebrazo, porque temo que el impacto la desvanezca, pero nada de eso ocurre porque ella toma la iniciativa y va a donde la madre y la abraza, acaricia su cabeza y la consuela mientras siguen, juntas, los pasos del servidor público. Entre el suplicio se abre el orgullo: me agrada ver cómo es ella quien ofrece el consuelo a quien más lo necesita, por más que una hemorragia interna esté reventando sus pulmones. Me dejo caer en el asiento cuando la oscuridad del pasillo las sustrae. Reviso mi teléfono, abro por accidente el mensaje que me ha llevado allí: “Mataron a mi chico, yo andaba con alguien del trabajo. No puedo, me siento muy mal”. Vuelven a brotar las lágrimas y dan contra la pantalla, entorpecen la navegación, desquician el celular. Recuerdo cuando estreché su mano amurallada por insólitos anillos, la perrera que le regalamos luego del extravío de Capitán, nuestro cachorro, y su trato amable, su manera de vestir rebelde y desenfadada… Un tipo rudo en apariencia; más que pulseras y sortijas, corazón. Despacio, nuera y suegra, emergen de las sombras, tambaleándose, dolidas, hechas pedazos. Sigue abrazando a la madre. Todas las mujeres se juntan y se consuelan y yo no puedo más que presionar las yemas de mis dedos contra su hombro. Lo advierto: vengo explicándome el suceso en agrias cuartillas mentales que no cesan. Las hago añicos. Se hace la entrega oficial de las bolsas de papel cartón serigrafiadas con el escudo de la Fiscalía. Son sus pertenencias. La madre le dice que escoja algo, lo que quiera, y ella saca de una bolsa un pantalón enrollado, toma una diadema de auriculares y una pulsera de calaveras. El sonido se diluye. Es que, de verdad, dejo de percibir ruido. Tres, dice la madre, con la lengua, los dientes y los dedos. Tres. Y se toca tres lugares en el pecho antes de cubrir su cara con las manos. La boca abierta, tan abierta que las palmas no la cobijan por completo. La desesperación. La irrealidad. La rabia. El dolor más abyecto y sórdido. De la nada, una palabra me devuelve abruptamente la potencia del sonido y las mujeres la repiten una y otra vez. La suposición es un asalto. ¿Resistencia? A lo mejor sí, a lo mejor no. Era noble, tal vez defendió a alguien. ¿Y si… y si demoró en quitarse los anillos y los otros se desesperaron? “No”, dice una mujer de ojos heridos e hinchados, serena, “fue por la placa. Vieron la placa y se asustaron. Creyeron que iba armado y… le… madrugaron. De ahí la saña”. Fue por la placa, dice alguien. Fue por la placa replica otra persona. Fue por la placa. Fue por la placa. Esos bastardos no supieron que no cargaba ningún arma. Era informático. O quizá sí. Quizá sí lo supieron. Hago tres o cuatro llamadas, mensajeo a conocidos expertos en telefonía y sistemas de cómputo, la clave está en el celular, debemos rastrearlo para dar con los responsables, aún nos queda esa esperanza, pues todavía da tono el aparato. La miro. Me da la impresión de que se desbarata. Necesita comer, aunque no tenga hambre; la acompaño afuera. Íbamos a estar en el staff del Circo Volador, en el tributo a KISS, dice, íbamos a estafear… a… acomodar las guitarras, los instrumentos… Fueron a lo de Rammstein, ¿no? Se le enflaca la voz, asiente, va a decir algo, pero debe marcharse en ese preciso instante porque el cuerpo será enviado a medicina forense y de allí a una funeraria. Quedo sólo en la banqueta del MP, camino un rato y me dejo caer de espaldas en una jardinera. Las nubes son flemas, tejidos cancerígenos. Regreso a casa para cuidar a nuestra hija. Tengo un encargo: hablar con ella sobre el gran amigo de su madre (“Jamás le dije otra cosa”). Al entrar a la habitación la encuentro dormida y así permanecerá hasta bien entrada la noche. Cuando despierta le preparo cereal con polvo de chocolate. Come poco. Ha dormido mal. Le duele el pie. Al final deja el plato casi lleno de leche. Le pido que se reúna conmigo en el lugar más íntimo de la casa, que en ese momento resulta ser el interior del auto. Me riñe: ya sé que vas a hablar conmigo sobre — me remeda — los nutrientes de los alimentos. Le juro que no. Estamos aquí, le digo ya sentados en la parte trasera del carro, porque te quiero hablar sobre Charly, ¿lo recuerdas? Dice que sí. Le pregunto quién es. Es el amigo de mi mamá, responde. ¿Me puedes contar algo de él?, no sé, lo que quieras. Pues ya te había hablado de él, dice, me compró un helado a mí y uno a mi mamá una vez y salimos a comer. Sí, lo recuerdo… ¿qué más? Pues, jugaba conmigo a las muñecas. Y conectaba un aparato de mi mamá a la tele y jugábamos videojuegos. ¿Te trataba bien? Sí, nos reíamos, era mi amigo de los videojuegos. Trato de escoger las palabras adecuadas, no puedo, me siento soberanamente torpe. Charly, le digo (y lo que viene en seguida es producto de un sedimento en mi memoria, la forma en la que mi padre le comunicó a su madre el deceso del abuelo al llegar a casa una tarde luego de haberlo reconocido en una morgue: “mi papá ya está con Dios”), Charly ahora es un ángel de la guarda que cuidará de ti y de tu mamá. Sucede que mi hija no cree en Dios ni en cosas celestiales porque está muy interesada en la ciencia. Deseo comentar algo más, aunque no sé qué, sin embargo, la atea más joven que conozco me deja callado así: ¡Papá!, ya dime cómo lo mataron… De nuevo: la fuga de sonido. Esa aspereza auditiva. Alzo tres dedos y los coloco en su pecho. Pero no puedo decir nada. O sí. Sí puedo. Digo que ignoro los detalles. Los ojos, y sobre todo el borde de sus párpados, se enrojecen. Hace un gesto que nunca le vi. La abrazo. Quiero que llore, que expulse lo que debe. No lo hace. Cuando nos disponemos a salir del auto, me dice: “La vida le trajo un compañero a mi mamá para ir juntos en el camino siempre”. Ah, ese maldito temblor en la garganta. Qué bonito, le digo como puedo luego de varios tragos de aire y saliva. Sí, eso es verdad. ¿Te lo dijo tu mamá? No, dice. Lo pensé yo, ahorita; es lo que pienso de la amistad. Me pide permiso para dormirse con Roger, su pequeño gato, y yo accedo. Más tarde, allí, en el auto, reviso los mensajes del día y me detengo en este: “Gonna miss you like hell”. Hablo por teléfono con su autora durante largo, largo rato, y es hasta esa charla que comprendo que estos relumbres de alegría al hablar con ella, que esas complejas reacciones químicas en el cerebro, que esa felicidad que empiezo a sentir, me duelen porque a la madre de mi hija le segaron eso mismo hace unas horas y de la manera más vil en el esplendor de su vida. Me arde en las entrañas su dolor. Y este otro dolor, el mío, consecuencia del suyo, es algo nuevo para mí, porque conozco su proceso de transformación desde muy joven hasta ahora y recién la miré plena; y porque mientras mi ausencia de unas horas le quema como el puto infierno a alguien que empieza a quererme, a ella le dolerá así por no sé cuánto la ausencia de otro alguien. “Mi chico”, decía el mensaje. El mensaje decía “mi chico”.
Me despertaron sus notas en la madrugada. “Trae todo en la mochila. El celular. Cartera. Malditos. Lo mataron y no le quitaron nada”. Sus pertenencias ella las recogió en el hospital. “Creo que lo sentí… o tal vez estoy loca… cuando estábamos en la Fiscalía. Sentí su calor. Como si me diera un abrazo. Él tenía algo especial. No sé cómo se le llama. Podía sanar con sus manos. No lo desarrolló mucho. Pero él era muy calientito, me acuerdo de cuando me dolían las rodillas o mi hombro…”. Y: “Cuando estábamos sentados en el MP, no sé si viste que me abracé. Por eso le pregunté a mi amiga si hacía mucho calor o yo era la única que lo sentía. Sentí mucho calorcito. Yo digo que era él, porque fue esa misma sensación, cuando me abrazaba”. Emoticono de llanto. Emoticono de corazón quebrado. “De verdad quisiera verlo una vez más”.
No le envié a mi editor el texto que le propuse sobre Gabriel García Márquez a cuarenta años de haber sido laureado con el Nobel de Literatura. Vamos, es que ni siquiera lo terminé. No pude seguir. En vez de eso me dirigí a la casa que compartimos ella, mi hija y yo durante la pandemia, para cumplir un último encargo: sacar de su ropero el atuendo adecuado para el funeral, y llevárselo. Hecho. Pienso en limpiar el comedor, la cocina, ahorrarle fatigas, porque es lo que sé, porque es lo que hicieron otras personas con la casa de mi abuela cuando murió mi abuelo… Pero no, algo me dice que tiene que volver a ver el vodka, el ajedrez, las frituras y todas las otras huellas que dejó tras su paso la felicidad, y recibir el dolor de brazos abiertos, y padecerlo, y dejarse traspasar por él y transpirarlo con la cabeza en alto, o en hinojos, qué más da. No, me resuelvo a no mover nada, a no quitarle el derecho de reordenar, una vez más, su vida.
Y aquí estoy, en la sala de su casa, caminando en círculos mientras escribo desde el móvil. Y es este párrafo de honor, el último de todos, el más breve y contundente, el lugar desde el que clamo justicia por este crimen; el sitio en el que lamento la muerte y celebro la vida de Carlos Fernández González, hermano de una mujer que me estrechó la mano, hijo de una dama que me habló con el alma y la voz rota, compañero que la vida le puso a Lilia para ir juntos en el camino, y amigo de videojuegos de mi hija, con quien reía a veces y quien una tarde que aún persiste en la memoria le compró un helado.
Publicado originalmente en el número 45 de la Revista Trinando el 23 de septiembre de 2023.